lunes, 4 de mayo de 2020

La crueldad de la biología.

La primera experiencia traumática que experimenté fue nada más llegar al mundo. En el instante preciso en que llegué, partiendo a mi madre en dos y me sentí sola. La vida, tal y como la había experimentado hasta ahora, ya no existía. Habían cambiado las reglas, el medio y esa terrible sensación de soledad que me estrangulaba el alma, que me dejaba sin aliento, que me paralizaba el corazón y me helaba las entrañas. Esa sensación de incomprensión, de orfandad, de añoranza, me sigue persiguiendo todavía. 
El mundo se divide en dos. Por una parte, aquellos seres afortunados que consiguieron superar la perdida, la separación, que se adaptaron al nuevo medio, que se independizaron. Y por otra parte, el grupo de seres cuyo dolor por haber dejado de ser parte de algo, se convirtió en su drama, en su condena. Un grupo para los que existe alivio pero no curación de la dolorosa herida.
Yo pertenezco al grupo al que se le extirpó la calidez nada mas nacer. La naturaleza es un arma de doble filo que me regaló la vida pero me condenó a una existencia de peregrinación y mendicidad. Crecí arañando las paredes del colegio en busca de aprobación y calidez. Los pasillos se tornaban grises y fríos a mi paso y el apego al hogar que nunca encontré será el legado que habré de dejar a mis hijos.

Viajamos a la playa y me sentí sola.
Era mi cumpleaños y me sentí sola.
Fueron naciendo todos mis hermanos y jamás dejé de sentirme sola.

Con ocho años me dí cuenta de que existía. Ocho años tardé en adaptarme a la vida. Con ocho años conseguí mi mayor logro como ser humano, darme el abrazo que tanto había estado esperando.
 

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